“Necesitamos mano dura en este país. Necesitamos un Pinochet”. Esa
peligrosa frasecita que parecía haber desaparecido de nuestro imaginario
político, estos días ha asomado sin pudor. Que este país solo se arregla con
mano dura, que hay que repartir bala y se acaba el problema, escucho decir a
más de uno por ahí.
Dictadura de izquierda mala, dictadura de derecha buena: simple reflexión
que lanzan como solución a los males actuales. Y esto no solo viene de
nostálgicos de un pasado de política de revólver en mano. Viene también de
nuevas generaciones listas para desaparecer del mapa al primero que se le cruce
con un poncho, un pañuelo verde amarrado al cuello o cualquier cosa que huela a
izquierda.
Sí, ese socialismo que tiene contaminada a buena parte de nuestros jóvenes,
nuestros colegios y universidades, nuestros políticos y nuestros grupos
sociales es culpable de muchos de nuestros males. Las manifestaciones y la
violencia en Quito, Santiago y otros lugares de la región apestan a ese
socialismo de quienes solo saben quejarse para exigir que el Estado les dé más
quitando a los demás. Sus reclamos no se centran en la corrupción de políticos
y gobernantes o el despilfarro de recursos públicos. No, para los manifestantes
quema-edificios la corrupción pasa a segundo plano. (De hecho, ante la promesa
del Estado regalón, nuestros socialistas del sur no tuvieron vergüenza en votar
por un personaje tan corrupto como Cristina Fernández). Sus piedras y
lanzacohetes artesanales apuntan a los mismos fantasmas de siempre: el Fondo
Monetario, los más ricos, las grandes corporaciones, el libre comercio, las
privatizaciones, la apertura comercial.
Y aunque está claro que estas manifestaciones son reprochables y se
equivocan en forma y fondo, no podemos ignorar los reclamos ni el descontento
de los miles de personas que han salido a las calles. Aunque la violencia,
destrozos y saqueos convirtieron a muchos de ellos en simples criminales, hay
un mensaje de fondo que no puede ser minimizado.
No es fácil contentar a todos. Pero podemos apuntar, al menos, a estar de
acuerdo en lo elemental: que no queremos ni necesitamos dictaduras, ni mano
dura para salir adelante. Que no podemos pretender acabar con todo, y todos, a
balazos. Estar de acuerdo en tener más libertad, más democracia, más inclusión,
más tolerancia. Estar de acuerdo en que los intereses de quienes salen a
protestar a las calles son, en el fondo, los mismos que los del gobierno, los
empresarios, o cualquier ciudadano: tener un país más justo, con mejor calidad
de vida para todos, con más oportunidades, menos pobreza.
Lo primero es reconocernos como parte del mismo equipo, con los mismos
intereses y valores, a pesar de nuestras diferencias y desacuerdos. Entender
que el enemigo no está en los ricos, ni los pobres, ni los indígenas, ni los
estudiantes, ni los empresarios, ni los trabajadores, ni los socialistas, ni
los capitalistas, ni nadie en particular. Está en los corruptos y abusadores
dentro de cualquiera de esos grupos. Está en un Estado centralista y obeso
experto en quitar, trabar y malgastar.
Mientras cada grupo se enfoque en acabar al otro, al que piensa distinto,
en lugar de buscar acuerdos mínimos, poco o nada habremos aprendido.
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