Se abrazan y se toman una
selfie que da la vuelta al mundo. Son dos gimnastas coreanas. Tan parecidas,
pero de realidades tan distintas. Una es de Corea del Norte. La otra es de
Corea del Sur. Una vive en un país que más parece una prisión. La otra respira
libertad y progreso cada día. Dos nuevas amigas de países enemigos.
En las olimpiadas suceden
esos momentos emocionantes. Instantes poderosos, llenos de significado que
muestran que más allá de banderas, ideologías y conflictos políticos somos
todos seres humanos, con gustos y sueños similares, que solo queremos vivir
libres y en paz.
En las Olimpiadas cobra
especial sentido el amor por un país. Los deportistas lloran de emoción al
escuchar su himno y al ver su bandera elevarse. La piel se nos pone de gallina
y lloramos con ellos. Hay casos especialmente emocionantes, como el de la
yudoca que ganó el primer oro para Kosovo, país recién reconocido en el 2014
por el Comité Olímpico. “Siempre he querido participar en unos
Juegos con la bandera y el himno de Kosovo... otros países me ofrecieron
muchos millones para que compitiera por ellos, pero he rechazado todas las
ofertas para sentirme como me siento hoy”, dijo la deportista.
Ese es el verdadero amor por
un país, el que llena de orgullo. El que siente cada uno, a su manera,
libremente. Tan alejado de ese falso amor nacionalista que pretenden exigir
nuestros gobiernos. Tan alejado de esa imposición de “lo nacional”, de “lo
nuestro”, nos guste o no, nos cueste lo que nos cueste, con restricciones y
barreras que nos cierran al mundo, que nos impiden elegir y consumir lo que
queremos. Tan distinto a esa aldeana idea de que debemos rechazar lo
extranjero. Y tan opuesto a estupideces como decir que quienes tienen su plata
fuera del país no tienen “ningún amor de patria”.
Cada vez que algún político
nos habla de amor a la patria, de sacrificarse por la patria y sus variantes
patrioteras nacionalistas, mejor agarra bien tu billetera porque van tras tu
plata. Nada como la venta del patriotismo para meter más impuestos o restringir
mercados. Mientras más recitan su amor a la patria más nos cierran al mundo,
encarecen la vida, limitan nuestra libertad, ahuyentan inversiones y
oportunidades de trabajos.
Por eso me quedo con ese
orgullo y amor de país que siente el deportista frente a su bandera. El real,
el puro. El que entiende que querer a tu país nada tiene que ver con política
ni ideologías que te cierran al mundo. Que la política más bien se entromete, a
tal punto que te obliga a abandonar el país que tanto quieres. Como le ocurrió
a los más de veinte cubanos que desertaron durante los Juegos Panamericanos de
Toronto el año pasado.
Esos líderes nacionalistas,
como el norcoreano, el cubano, y otros que conocemos bien, continuarán su
estrategia de controlar nuestras vidas imponiendo su idea de lo que es amor de
patria. Mientras tanto, la gimnasta norcoreana de la foto seguro sueña con
ganar una medalla, cantar llena de lágrimas su himno nacional y huir de su
país.