La verdad ya me picaban las manos por volver a
escribir aquí. Este Gobierno nos da tanto que comentar cada semana. Ayer un
escándalo, hoy algún exabrupto, mañana otro abuso de poder.
Han pasado casi cuatro años desde que dejé de
escribir esta columna de opinión. Cuatro años en los que el supuesto milagro
ecuatoriano que nos vendían en interminables cadenas nacionales fue tan irreal
como la ilusión de vivir para siempre de la lotería petrolera.
Hay una gran diferencia entre el Gobierno de
cuatro años atrás y el de hoy: pasaron de ricos a chiros. El precio del
petróleo que mantenía una bonanza ficticia se desplomó. El gasto sin control se
estrelló contra ese muro que siempre estuvo ahí y no quisieron ver. La
incapacidad del Gobierno no pudo ocultarse más tras las montañas de dólares. Y
el correísmo apareció desnudo ante todos, tal y como es: incompetente y con las
ideas equivocadas para sacar adelante al país.
El desastre trae una lección. No será en vano
esta crisis en la que nos han metido. Dejará un aprendizaje político:
desconfiar de futuros candidatos y funcionarios cargados de discursos dizque
revolucionarios y fantasías socialistas.
Porque esto que vivimos no es solo cuestión de
incompetencia, abuso de poder, despilfarro y falta de visión en Carondelet. El
desastre correísta tiene su raíz en algo más importante, algo de fondo: sus
ideas socialistas. Las ideas importan. Y mucho.
Sus ideas socialistas ponen al Estado –que para
ellos se confunde con Gobierno y partido– en el centro de todo. Sus ideas
exigen que sea el Estado el que decida por los ciudadanos, no lo contrario.
Esas ideas desprecian la inversión privada, el emprendimiento individual, el
ahorro, la apertura comercial, la libertad individual; en fin, el progreso.
Detestan todo aquello que no tenga como inicio y fin al Gobierno.
Este no es un Gobierno que ha fracasado
únicamente por la falta de capacidad de las personas que lo lideran. Este es un
gobierno que ha fracasado porque sus ideas estatistas y socialistas
inevitablemente llevan a ese fracaso. Un gobierno que quiere ser el centro de
todo, manejarlo todo y decidir por todos, necesita imponer sus ideas, necesita
el control y politización de todas las instituciones, necesita acabar con la
separación de poderes, necesita limitar nuestra libertad, callar a la prensa,
meterse en nuestras casas, nuestras oficinas, nuestros colegios, nuestras
vidas.
Hace cuatro años cuando dejé de escribir
estábamos mejor. No teníamos muchos de los problemas económicos y sociales de
hoy. Pero sí teníamos otro gran problema: todavía eran muchos, demasiados, los
que pensaban que el aparente bienestar venía gracias al Gobierno, y no a pesar
de este. El poder y la popularidad del Gobierno parecían intocables mientras
había plata. Ahora que la plata se acabó y la realidad nos golpea en la cara
entendemos mejor lo que genera el socialismo y su estatismo agobiante.
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