Una reciente encuesta realizada por Perfiles de Opinión demuestra que Ecuador es dos países en uno. Mientras el 75,9% de los quiteños califica la gestión de Rafael Correa de buena o muy buena, solo el 39,4% de los guayaquileños piensa lo mismo. Mientras el 59,8% de la gente en Quito dice que sí le cree a Correa, en Guayaquil es solo el 25,6%. Y la tendencia se ha ido radicalizando.
No debería sorprendernos tanto. Quito votó masivamente por Correa. Guayaquil, no. Muchos quiteños comparten, en buena medida, la tendencia de izquierda de Correa. La mayoría de guayaquileños, no. Pero más allá de eso, esta simpatía capitalina hacia Correa es cuestión de pragmatismo. Parte de la población de Quito se beneficia del desorbitante gasto público de Correa, del aumento de la burocracia, de su centralismo, y de su obsesión porque el Estado lo maneje y controle todo. ¿Cómo no quererlo?
Las cifras del desempleo comprueban que a Quito no le va tan mal con esta revolución producida para la televisión. Mientras en Guayaquil el desempleo llega al 12,6%, o sea cerca de 150 mil personas sin trabajo, en Quito es del 6,1%. Y eso hablando en cifras bonitas que no cuentan toda la historia. Si añadimos los subempleados en nuestras ciudades, es decir, toda esa gente que sobrevive de cachuelitos y trabajos informales, las cifras de gente sin empleo, sobre todo en Guayaquil, se vuelven alarmantes.
Correa no tiene toda la culpa. Guayaquil ya había perdido su posición de capital económica del Ecuador desde antes, por culpa propia y de los distintos gobiernos. El centralismo no es invento de las mentes que pueblan Carondelet estos días. Pero hoy más que nunca, con un Gobierno de mentalidad ultraestatista, la burocracia de Quito maneja y concentra el billete, los contratos, los negocios, los empleos.
Correa nos hace creer que es muy guayaquileño porque se sabe todo el repertorio de canciones lagarteras o se conoce los huecos dónde comer su encebollado. Puro show. Lo suyo es el centralismo y estatismo puro y duro. Su indiferencia y hasta desprecio por el sector privado –que impulsa a Quito, Guayaquil y todo el país– son evidentes.
Ahora el Gobierno inyectará unos 2.500 millones de dólares para reactivar la economía y generar empleo. Ante su incapacidad para atraer inversión extranjera y local, generando reglas claras y confianza en inversionistas y empresarios, el Gobierno hará lo más fácil: utilizará la plata de nuestras reservas. Quiere así mover el sector de la construcción, el crédito, infraestructura y proyectos sociales.
Ojalá logre levantar la economía y el empleo por el bien de todos. Pero sabiendo cómo funcionan las cosas en este país, podemos predecir que gran parte de esos fondos se desperdiciarán en más burocracia, ineficiencia, y corrupción. El ministro Diego Borja dijo que se hará especial énfasis en recuperar la producción y crecimiento de Guayaquil. Ya veremos dónde se queda al final la mayor parte de esa plata.
Mientras el Gobierno trata de rescatar la economía con más proyectos públicos, lleva casi tres años espantando la inversión privada. El centralismo está de fiesta. El país, de luto. Le toca a Guayaquil hacer su propio camino.
1 comentario:
En realidad, aún a riesgo de parecer políticamente incorrecto, el país lleva dividido desde su fundación porque la división territorial no se hizo por conceptos de afinidad cultural, ni por la asociación voluntaria de estructuras administrativas menores, sino por el capricho y la logística establecida arbitrairamente por los Conquistadores Españoles. En cualquier caso, con el tiempo, Ecuador ha ido formando una idea de nación que no termina de plasmarse en una realidad más sólida porque se aleja de conceptos federalistas y se basa en el caduco modelo de la administración centralizada en la capital.
En mi opinión se deberían establecer ciudades/regiones que manejasen un concepto de libre asociación entre ellas, pero con autonomía total, para evitar la imposición de conceptos absolutistas o modelos de convivencia no deseados.
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