De Pamplona, más que los toros, la farra y el trago, recuerdo siempre al peor de los borrachos que he visto en mi vida.
Eran las 12 del día. El sol de verano español pegaba con fuerza. Y ahí estaba el tipo. Un colorado, seguramente inglés o gringo. Dormía boca abajo, sin camisa, en media calle a la luz del día. Sus piernas regadas en el asfalto y el resto de su cuerpo abrazando la vereda. Su espalda estaba roja, rostizada por el sol que toda la mañana lo había golpeado. Y de su boca y cachete, aplastados contra la acera, salía un charquito de vómito. Si no fuera por sus ronquidos, le hubiera dado un golpecito para ver si estaba vivo.
La imagen de Pamplona, los San Fermines, y ese borracho de la vereda, me regresaron hace poco cuando leía sobre Daniel Jimeno, un español de 27 años, que recibió una cornada de uno de los toros durante el cuarto encierro. La cornada fue en el cuello. Murió al poco tiempo.
Cuando estuve ahí hace algunos años tuve, por un par de minutos, la intención de correr con los toros. A las ocho de la mañana, con los ojos desorbitados después de toda una noche de farra cantando hasta la ronquera, y con la boca seca y azucarada de tomar litros de Calimocho, esa mortal mezcla de vino tinto barato y Coca Cola, caminaba por media calle por donde en pocos minutos pasarían los toros. Lo pensé. Lo consideré. Ya me había memorizado todas las recomendaciones que te dan, sobre todo la principal: si te caes no te levantes, quédate en el piso protegiéndote la cabeza con tus manos, así el toro como mucho te pisará; en cambio si te levantas justo cuando el toro va a pasar, la historia puede ser distinta.
Al final más pudo mi sentido de supervivencia y mis ganas de vivir un día más para contarlo. Y antes de que viniera la avalancha de locos y toros, me subí la barrera de madera que recorre la calle desde donde vi pasar la acción, apretado por el gentío, pero tranquilo. La fiesta en Pamplona era demasiado buena como para morir en ella.
Pero a Pamplona nunca le faltarán corredores. Esos que se la juegan por la emoción del momento. Que disfrutan la adrenalina pura y buscan una buena historia que contar.
Identifiqué a dos especímenes en particular. Por un lado están los profesionales y locales. Se despiertan temprano y renovados. Van limpios, con su ropa blanca resplandeciente, su pañuelo rojo bien amarrado al cuello, y todas las energías del mundo. Calientan, hacen estiramientos, pegan brincos, esperando su turno para correr. Por otro lado, los turistas amateurs. Han chupado toda la noche y a las siete de la mañana siguen borrachos. Su camiseta y pantalón, que alguna vez fueron blancos, están totalmente morados de vino tinto. No tienen idea de lo que van a hacer. Solo saben que deben correr. Y si la suerte los acompaña seguir chupando hasta que de el cuerpo.
Daniel Jimeno no era de los amateurs. Había corrido varias veces. Sabía cómo era la cosa. Pero le tocó su turno.
Veo el video que muestra paso a paso y en cámara lenta cómo el toro lo cornea. Sangre. Agonía. Muerte. Y solo puedo pensar en el colorado borracho en la vereda con quien me crucé hace algunos años. Imagino su terrible chuchaqui al despertar. El dolor de su cuerpo. Su espalda ardiendo. Y su sonrisa aliviada e irónica, al verse vivo en media Pamplona, pensando que si no hubiera estado tan muerto, tal vez sí hubiese tenido las fuerzas suficientes para animarse a correr y morir de verdad esa mañana soleada en el encierro.
* Publicado en revista SoHo de Agosto.
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