El famoso Padre Alberto, ahora más famoso que nunca porque lo agarraron con las manos en la masa, dijo en una reciente entrevista que “debajo de la sotana hay pantalones”. Gran frase para resumir el dilema existencial y carnal en el que se meten los curas.
A mi colegio jesuita llegaban todos los años curas argentinos a enseñar teología, literatura y filosofía; tomar mate y tocar en su guitarra canciones de Sui Generis y Charly García. Había un par de ellos, un colorado con pinta de surfer y otro que confundían con Clark Kent, que derretían a las madres de familia y a las chicas de otros colegios. Ellas decían que venían al colegio por nosotros, pero en realidad venían por el par de argentinos. Se inventaban cualquier excusa para conversar con uno de los curas. Y al final, el suspiro era siempre el mismo: “¡Qué pena que sea cura. Qué desperdicio!”.
Me caían bien esos curas del colegio. Sobre todo porque no parecían curas. No se vestían como curas. Decían malas palabras, jugaban bien fútbol y cantaban rock latino. Talvez fracasaron conmigo y otros compañeros en su trabajo evangelizador. No nos duró mucho tiempo eso de las misas, las confesiones y hablar con dios. O talvez hicieron bien su trabajo, porque nos enseñaron a hacernos preguntas y no aceptar cualquier cosa que nos digan por ahí.
Lo cierto es que, por alguna razón, los curas que no parecen curas suelen ser los más populares. Igual que las profesoras que no parecen profesoras. O los jefes que no parecen jefes.
El Padre Alberto cumple esta regla. No parecer Padre es su mayor activo. Se ganó más seguidores que Moisés con la ayuda de las cámaras, un micrófono, sus ojos azules y su pinta de actor. Rompiendo el molde de esos curas aburridos y ultra moralistas se ganó los rezos de sus emocionadas feligresas que quizás soñaban despiertas con pasar una tarde con su curita en la arena.
Hasta que sucedió. Los paparazzis hicieron su agosto en mayo. Y la Iglesia se enfrentó nuevamente a ese debate que andaba algo callado: ¿por qué no pueden casarse los curas?
Después de analizar el tema, creo que la respuesta nada tiene que ver con la vida de Jesús, ni con ninguna de esas razonas dizque históricas o religiosas. Más bien creo que tiene que ver con los problemas que podría traer la esposa del cura a la parroquia.
Imagino a las señoras antes muy generosas con el cura, ahora negándose a dar limosna “para que se compre más vestidos y joyas la muy derrochadora esa que se casó con nuestro curita”. O los secretos de confesión regados por todo el pueblo luego que el cura le haya pedido a su mujer que no le cuente a nadie. O los problemas económicos en los que se metería la Iglesia ante cada divorcio en los que los abogados de ella reclamarían la mitad del terreno de la casa parroquial y hasta el cáliz de oro que reposa en el altar.
Sería un dolor de cabeza. Mejor cortar por lo sano y prohibir que se casen.
Al Padre Alberto le tocará ahora meterse de lleno a animador de televisión o fundar su propia religión. Seguro será un éxito en ambas cosas.
Hace poco, en una reunión de compañeros, me pusieron al día de la vida de los curas argentinos que pasaron por mi colegio. Clark Kent trabaja en una parroquia al sur de su país. Y el cura con pinta de surfer se conquistó una guayaca y vive felizmente casado. Ya decíamos nosotros, este no parece cura.
* Publicado en revista SoHo de Junio.
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