lunes, octubre 20, 2008

Roma tendrá que esperar

Sucede en más de una de esas cursis películas. El protagonista sorprende a su guapa novia. La lleva sin avisar al aeropuerto de Nueva York, toman un avión a una ciudad romántica, por ejemplo Roma, y en pocas horas se están besando frente a la Fontana de Trevi.

Ante escenas como esas, por acá nos toca decir “solo en las películas”. No es que nos falten ecuatorianos románticos y espontáneos con suficiente imaginación –y billete— para impresionar a su novia con un viaje sorpresa. Lo que nos falta es el pasaporte adecuado.

En la versión ecuatoriana de esta película, el protagonista hubiera tenido que pedirle primero todos los papeles a su novia, pagar la aplicación para la visa, ir juntos a la cita en el consulado, demostrar que el viaje es por puro placer y romanticismo y que no piensan quedarse a trabajar, rogar que el funcionario esté de buen humor y los apruebe, y ahora sí, finalmente, ir al aeropuerto y subirse en el próximo vuelo a Roma.

Nuestro pasaporte color concho de vino con fotos de nevados y piqueros nos hace ciudadanos de tercera. Eso de que diga “Comunidad Andina” no sirve ni de consuelo. El mundo ve nuestro documento con sospecha. “Este tipo seguro se nos quiere quedar a trabajar” es lo primero que piensa el funcionario de migración.

Más que los ceros en la cuenta bancaria o todas las tarjetas platinum de crédito, la verdadera llave que abre las puertas al mundo es un pasaporte gringo a europeo. Por eso Latinoamérica busca en su variado árbol genealógico algún bisabuelo o pariente lejano que le sirva de eslabón para demostrar que todavía le llega sangre europea. Por eso, de repente nos encontramos con que ese amigo bien ecuatoriano que teníamos, es ahora francés, italiano o español. Logró rescatar de su historia el antepasado preciso para poder tramitarse un pedazo de Europa. Y ahora se pasea libremente por el mundo, donde los oficiales de migración lo reciben con una sonrisa. ¡Desgraciado! Y yo aquí haciendo colas en consulados, aguantándome a funcionarios que preferirían estar en otro lugar, convenciéndolos que solo me quedaré unos días de vacaciones y nada más.

Tanto se han cotizado los pasaportes del primer mundo, que hoy en día el principal símbolo de riqueza y estatus Latinoamericano es no tener hijos Latinoamericanos. Los nuevos herederos latinos nacen en Miami. Sus mamás viajan justo antes de que las autoridades de migración les noten la barriga. Y a los pocos meses vienen al mundo los flamantes gringuitos latinos con su pasaporte azul bajo el brazo.

A esos niños les espera toda una vida libre de consulados, esos horribles lugares que siempre me han producido una sensación extraña. En sus salas de espera se mezclan demasiadas emociones: la tristeza del rechazado, la alegría del aprobado, la prepotencia del que interroga, la incertidumbre del siguiente en la cola, los nervios del primerizo, la impaciencia por una respuesta. El tiempo pasa lento y espeso. La esperanza cuelga de un hilo delgado.

¿Llegaremos algún día a ser verdaderos ciudadanos del mundo con un pasaporte que abra puertas en lugar de construirnos muros? ¿Será posible treparnos sin pensarlo en un avión y aterrizar, por ejemplo en Roma, sin que el oficial de migración al ver nuestro pasaporte sospeche algo malo? ¿Llegará el día en que esto de ser ecuatoriano no salga tan caro?

En el final de la película Sabrina, el personaje de Harrison Ford toma el próximo avión de Nueva York a Paris y la sorprende a ella afuera de su apartamento parisino, para terminar los dos, como tiene que ser, en un eterno beso francés. Si el personaje de Harrison Ford hubiera tenido pasaporte ecuatoriano, nunca hubiera llegado a tiempo a Paris para reconquistarla. Sabrina hubiese acabado con algún francés, mientras Harrison seguiría explicando al oficial del consulado que su viaje es por placer y no tiene intensiones de quedarse a trabajar.



* Publicado en revista SOHO de Octubre

1 comentario:

Anónimo dijo...

Toda esta suma de realidades, son las dudas que se plantean el emigrante y las situaciones a las que se han tenido que enfrentar en los últimos veinte años.
El mundo lo debería considerar una injusticia pero es una dura realidad. Es injusto porque saca al hombre de su medio natural, donde nació y vivió para ser tratado como extranjero en el país donde va. En segundo lugar, porque empobrece al país del que sale. Fundamentalmente, porque los que se van suelen ser los más cualificados, y esto es lo que les hace ser más decididos al sentirse infravalorados en su propia tierra.