La otra mañana, como todas las mañanas, al llegar al trabajo empezó mi búsqueda de un lugar donde parquear. Como siempre, di un par de vueltas alrededor de la cuadra esperando que se abra algún huequito. De repente vi el espacio perfecto para mi carro. Puse las luces de parqueo y empecé a entrar de retro. Pero antes de poder continuar, me frenó un chico parqueador diciéndome que ese espacio lo acababa de reservar ese señor que está dando la vuelta por allá. Le dije al parqueador que lo sentía mucho, que la calle es de todos y el parqueo de quien lo toma y que no se puede reservar espacio a nadie. El chico cedió y me abrió el paso. Total le daba igual quien ocupe su sitio mientras le paguen por el servicio de “cuidarme el carro”.
Justo cuando terminaba de parquear, el señor que había pedido que le guarden el espacio pegó su carro tan cerca al mío que me impedía abrir mi puerta para salir. “Oye, yo reservé ese espacio” me reclamó. Igual que al chico, le dije que la calle es pública, que no se puede reservar espacios. No quiso escucharme. Amenazó con bajarme las llantas. Por suerte, en ese momento un carro frente al mío salió, y el enfurecido señor ocupó el espacio.
Una semana más tarde encontré dos llantas de mi carro tubo bajo. Al llevar a arreglarlas descubrimos tres huecos en los costados de cada una, hechos con algún objeto punzante. Nunca lo pude comprobar, pero estoy seguro que lo hizo ese desgraciado que me reclamó la otra mañana por tomar “su espacio” reservado.
La lucha por un espacio donde parquear se da en todas las ciudades. Es la batalla diaria que nos trajo el mundo urbano moderno. Pero en nuestras ciudades la experiencia tiene su toque de folklore y de abusos locales.
Yo pago con gusto los servicios de los parqueadores. Hacen un gran favor ayudándonos a parquear en los lugares más apretados, maximizando los espacios. Uno deja el carro en neutro, y los parqueadores se encargan de moverlo para abrir nuevos espacios. Aunque nunca falta algún aguafiestas que deja el carro frenado y daña el sistema.
El problema son los parqueadores que se creen dueños de la calle. Esos que reservan espacios arbitrariamente decidiendo quien se parquea y quien no. O aquellos que aplican el convincente sistema de “o me pagas, o no respondo por lo que le pasa a tu carro”. Los rayones siempre quedan para recordarnos que paguemos la próxima vez.
Pero en esto de los abusos y dueños de la calle, los peores son esas personas que
reservan el espacio frente a la vereda de su casa o negocio. Ponen, sin ninguna vergüenza, esos conos anaranjados o cadenas para que nadie se parquee en “su vereda”. Otros están convencidos que el terreno de su casa incluye la calle. El otro día me topé con uno de esos. Era una señora con pinta de Doña Florinda que salió a reclamarme por parquearme en la calle frente a su casa. Le expliqué inútilmente que ese no era su espacio. Que la calle es de todos. Pero ella, más convincentemente, me dijo que si dejaba mi carro ahí no respondería por lo que le pase y que enviaría a unos de sus hijos a desinflarme las llantas. Con ese sólido argumento, decidí no complicarme la vida, resignarme a la ignorancia y abusos del tercer mundo y buscar otro espacio. Lástima que las grúas no se puedan llevar las casas de esta gente —o a la señora--, como se llevan sin piedad a los carros mal parqueados.
¿Aprenderemos algún día a respetar las calles y los espacios públicos? Por ahora, podemos pelear y reclamar contra el abuso y la ignorancia, y acabar, como me pasó, con las llantas ponchadas. O no complicarnos y jugar con el sistema. Ese juego tan nuestro en el que somos expertos.
* Publicado en revista Clubes de junio
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