Estos días cercanos a la Asamblea Constituyente, los medios han puesto su atención en Alberto Acosta: futuro presidente de la Asamblea, cinturón negro en kárate, o como lo llama Carlos Vera, “el hombre más poderoso del país”. Las ideas de Alberto Acosta sobre su modelo ideal de país nos pueden decir mucho sobre el camino que tomará la Asamblea y lo que podemos esperar para el Ecuador en los próximos años.
A mí me han quedado dos impresiones principales de quien llevará las riendas de los plenos poderes.
Primero: Acosta es un hombre serio, honesto, que dice lo que piensa. Esto tranquiliza. Si bien el presidente Rafael Correa será el jefe supremo de esta Asamblea, con el constante peligro de convertirla en su instrumento para saltarse todas las instituciones y leyes a favor de sus planes inmediatos de gobierno, tranquiliza que los plenos poderes estén en manos de alguien que refleja seriedad y vocación democrática.
Segundo: Acosta desconfía profundamente de todo lo que huela a sector privado. Su ideología pone al Estado como principal y único actor en la vida de los ecuatorianos. Parecería que para Acosta si el Estado no está presente, algo anda mal. Y que una acción social es válida y legítima solo si el Estado interviene en ella. Esto preocupa.
Sus recientes declaraciones en relación a la Junta de Beneficencia de Guayaquil reflejan que en lugar de querer imitar y reproducir la gran labor social de esta institución, a Acosta le incomoda que no sea el Estado el que presta los servicios de la Junta. Como si un servicio social fuese menos legítimo porque lo realiza un grupo o institución privada. La visión de Acosta supone la profundización de la estatización del país, con todo el retroceso, ineficiencia y corrupción que eso significa.
Es posible que ese mundo que sueña Acosta, con un Estado eficiente, libre de corrupción, y con burócratas pensando solo en servir y no en los términos de su contrato colectivo o en los viáticos que recibirán por el último viaje, exista en algún lugar, pero no aquí. Todas las leyes y decretos que se den en la Asamblea Constituyente no cambiarán la realidad del sector público.
Si la visión de Acosta se impone sobre el grupo de Asambleístas vamos inevitablemente hacia el Estado omnipotente, omnipresente y todopoderoso. Los avances logrados a través de colaboraciones con el sector privado, concesiones o la gran obra social de instituciones privadas sin fines de lucro peligrarían para dar paso a este dios Estado, donde se privilegia siempre el manejo público, incluso cuando este sea ineficiente. La torta pública se agrandará más. Es decir, podemos esperar más corrupción por el reparto de esta torta.
Acosta debe recordar que la nueva Constitución no transformará de repente al sector público. Los servicios públicos seguirán en su gran mayoría igual de ineficientes, pero con más funciones y más dinero que malgastar. Solo incorporando la iniciativa privada, no marginándola, se podrá servir mejor a los ecuatorianos.
Las buenas cualidades que Acosta transmite lastimosamente se opacan por una ideología que ha fracasado demasiadas veces en el mundo, y esta no será la excepción.
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