Por Manuel Ignacio Gómez Lecaro
Diario EL UNIVERSO – Guayaquil, Ecuador
Nos encanta reclamar el apoyo del Estado. Varios artistas reclaman indignados que el Estado los tiene abandonados. Otros atletas exigen que el Estado pague su entrenamiento. Algunos empresarios demandan protección especial para sus negocios. Y así, muchos exigimos un personalizado “apoyo del Estado”.
A nuestro mofletudo Estado le encanta que la gente le pida este tipo de apoyo. Eso justifica su omnipresencia. Justifica la existencia de infinidad de puestos en ministerios y oficinas gubernamentales, especializados en jugar solitario en sus computadoras y en pintarse eternamente la uña del dedo chiquito, mientras reparten billetes en programas de “apoyo” para el que más grita.
Yo no quiero que el Estado me apoye gastando e interviniendo en mis intereses. Todo lo contrario. Que me apoye simplemente permitiéndome trabajar y producir sin su intervención ni sus trabas. Con que no estorbe, mejor. No quiero más oficinas ni burócratas para “apoyar” un nuevo programa. Al final, a los supuestos beneficiados les caen migajas, que los muy creativos responsables del programa se encargan de multiplicar, publicando en unos reportes lindos y llenos de fotos todo lo que supuestamente se ha logrado.
La mejor manera como el Estado nos puede ayudar es quitando sus narices de todos lados. Con que permita invertir, por ejemplo, en el sector eléctrico sin trabas ni amarres, consiguiendo así que bajen las tarifas, ya nos estaría apoyando más que con cualquier otra iniciativa. Permitiendo que el sector privado y organismos sin fines de lucro manejen lo que la burocracia dorada y la uniformada se niegan a ceder, el Estado apoyaría más que con cualquier supuesto programa de ayuda.
¿Queremos, por ejemplo, que el Estado apoye el arte? No necesitamos nuevos programas culturales, con más burocracia y sueldos inflados. Para apoyar el arte, el Estado lo que mejor puede hacer es invertir y dejar invertir en un solo frente: excelente educación en nuestras escuelas, colegios y universidades. Un país educado terminará apoyando e invirtiendo más en el arte, que todos los programitas aislados que financie el Estado. Solo cuando el Estado se enfoque en los grandes cambios –energía, telecomunicaciones, seguridad, justicia, educación, en fin, en las bases de una sociedad que funciona– apoyará realmente al artista, y a todos.
Cada vez que alguien pide apoyo al Estado y el Estado lo escucha, retrocedemos un poco. Ejemplo: atletas piden apoyo al Estado. El Estado “solidario” destina fondos para programas atléticos, construye una pista por aquí, reparte plata para equipos por acá, y en el proceso crea nuevos puestos, con oficinas, vehículos, choferes y computadoras para jugar solitario. Hasta que los fondos escasean. Y el atleta que creyó haber logrado algo, queda más abandonado que antes. Ahora, el Estado le chupa más plata a él, a sus amigos atletas y a las empresas que los auspician, para mantener la oficina de asuntos atléticos y sus empleados.
Hagámonos un favor: dejemos de justificar la obesidad del Estado. Exijamos los grandes cambios que vienen con la reducción del Estado. No el apoyo temporal y superficial del Estado populista. Un Estado reducido a su mínima y más práctica expresión beneficiará a todos y cada uno de nosotros, en especial a quienes hoy reclaman desesperados el apoyo del Estado.
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