Por Manuel Ignacio Gómez Lecaro
Diario EL UNIVERSO – Guayaquil, Ecuador
Sería bueno vivir en un país aburrido. Un país en el que los diarios no tuvieran tanto escándalo político que reportar. Un país como Suiza o incluso Chile, con partidos políticos formando alianzas en beneficio de la mayoría, políticos predecibles e instituciones sólidas.
Ecuador no tiene nada de aburrido. Siempre hay algo que comentar, algo por qué quejarse, alguien a quien culpar, más de una razón para querer largarse. Rara vez pasa una semana sin un escándalo de última hora. Los televisores amanecen con nuevas denuncias, acusaciones y estupideces políticas.
Sería bueno que la política en el país se volviese tan aburrida como la de Guayaquil. En Guayaquil llevamos ya varios años de continuidad, sin sobresaltos, sin escándalos, sin insultos, sin discursos interminables sobre lo que se debió hacer y no se hizo, sin ese típico folclore político tercermundista. Los noticieros locales nos hablan de nuevas obras por construirse, de obras y proyectos entregados... como debe ser. Las emociones las reservamos para el ámbito privado. Lo público cumple con su trabajo, es predecible, estable y se lo siente poco.
Llegan las elecciones y nos emocionamos por saber si se lanza fulano, que si pactan tales partidos, que si será año de outsiders o insiders. Y es que nuestro futuro como país depende, en gran medida, de quien duerma en Carondelet. En los países aburridos no importa realmente quién gane las elecciones. Sus instituciones y leyes son tan sólidas que ni el peor presidente puede destruirlas.
Veo a Chile, un país cada vez más aburrido y predecible. Dos buenos candidatos disputaron la presidencia. Los chilenos no votaron por el mal menor, ni escogieron entre su supervivencia o su naufragio. Votaron entre buenas opciones que garantizaban continuidad. Nada de sobresaltos, emociones, ni preocupaciones. Chile ha alcanzado ese punto ideal de gozar de gobiernos continuos, estables y aburridos. Veo a Estados Unidos, otro país aburrido en donde sin importar quién gobierne –y eso que ahora han caído bajo– las cosas continúan su marcha. Las instituciones fuertes, los gobiernos locales estables y la tradición democrática sobreviven a los gobiernos de turno. Ni el mismo Lucio podría hundir hoy a Chile o Estados Unidos si fuera su presidente. Países con política cambiante y emocionante como Ecuador, Perú o Bolivia no pueden decir lo mismo.
En este país difícilmente podemos aburrirnos entre cenicerazos en el Congreso, Pichis en la Corte, bailes presidenciales, pintorescas cadenas nacionales, insultos, órdenes de prisión, destituciones, intentos de golpe, en fin. Eso de la estabilidad, reuniones civilizadas, alianzas entre partidos, apoyo al Gobierno y trabajo sin escándalos aburre demasiado, y parece que a nuestros políticos no les interesa.
Los verdaderos cambios vendrán acompañados de un cambio de actitud y estilo. La actual administración de Guayaquil demuestra que la buena política es la aburrida, la que no ataca, la que hace su trabajo sin grandes poses ni discursos interminables, la que llega a acuerdos, la que construye, la que pasa más tiempo en su escritorio y menos frente a un micrófono. La política no debe entretenernos como una montaña rusa; debe servirnos, mejorar nuestro nivel de vida, y pasar desapercibida. Necesitamos líderes aburridos en el buen sentido de la palabra, para alcanzar gobiernos serios, estables, predecibles, y aburridos en el mejor sentido de la palabra.
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