Por Manuel Ignacio Gómez Lecaro
Diario EL UNIVERSO – Guayaquil, Ecuador
Nos quejamos todos los días de la corrupción de nuestros políticos. Gritamos alarmados los escándalos en el Congreso. Lamentamos la falta de integridad de nuestros funcionarios públicos. Pero no nos preguntamos qué estamos haciendo nosotros para detener tanta corrupción. ¿Qué hacemos por acabar con aquello que tanto criticamos?
No se trata de salir con una capa roja a luchar por la justicia. Tampoco se trata de poner en riesgo nuestra libertad acusando sin pruebas a aquellos que sabemos son corruptos. Si bien no hacen falta documentos para identificar al corrupto que entró a pie al Gobierno y salió en Mercedes, sí necesitamos las pruebas para acusarlos.
Ellos caminan tranquilos por el país y el mundo. Roban en el Gobierno. Son acusados de corrupción. Dejan el país hasta que se enfríen las cosas y algún juez les quite la orden de prisión. Y poco a poco nos vamos olvidando que alguna vez robaron y que lo siguen haciendo. Hasta que un día cuando alguien pregunta por el origen de la fortuna de ese elegante señor que conversa tranquilamente, se escucha con indiferencia: “Ah, ese se forró de plata en el gobierno de tal presidente”.
¿Entonces qué hacemos? ¿Qué tal si en lugar de quejarnos por tanta corrupción empezamos por marginar a los corruptos cercanos a nosotros? Todos tenemos por ahí algún amigo o conocido que hizo más dinero de la cuenta con medios dudosos. Ese que sin tener dónde caer muerto, le bastaron un par de años en un puesto público para construirse una casa con piscina. Aquel conocido sabido que siempre está en negocios raros. Aquel otro tan simpático –y es que los ladrones suelen ser simpáticos– que está siempre cerca al poder político para llevarse una tajada del pastel.
¿Qué tal si la próxima vez que nos invitan a la fiesta de quien hizo su fortuna en un negociado nos quedamos en casa, en lugar de aceptar la invitación y bebernos el Johnny negro comprado con dinero sucio? ¿Qué tal si en lugar de abrazar efusivamente a ese que bien sabemos estaba endeudado hasta los calzoncillos hasta que entró al Gobierno, simplemente lo ignoramos?
No es fácil ni agradable darle la espalda a la gente, peor aún a quien conocemos. Pero no podemos quejarnos de la corrupción mientras visitamos las casas y bebemos el trago de sinvergüenzas. ¿Queremos menos corrupción? Empecemos por marginar a los corruptos que tenemos cerca en lugar de celebrar su riqueza.
Qué tal, por ejemplo, si todos pifiamos cuando vemos a un corrupto. O como se ha hecho en otros lugares, salimos del restaurante cuando entra un sinvergüenza. Se reciben más propuestas. Busquemos un método y apliquémoslo para que los ladrones sepan que no pasan desapercibidos. Para que se sientan acusados. Talvez nunca encontremos las pruebas ni los jueces para acusarlos y encarcelarlos, pero al menos impediremos que vivan vidas normales.
Si queremos acabar con la corrupción en el Gobierno, en los negocios y en el día a día de nuestro país debemos empezar por marginar a los corruptos. Mientras los ladrones se sientan tranquilos con sus fortunas seguirán robando y más personas los imitarán. La corrupción disminuirá cuando todos señalemos al ladrón y el ladrón se sienta perseguido.
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