Por Manuel Ignacio Gómez Lecaro
Diario EL UNIVERSO - Guayaquil, Ecuador
O quince, o veinte, o más. Tanto para ti, tanto para mí. Los dos contentos. Solo pierde el país. Perdemos todos.
Supuestamente la vida política es mal pagada. Pero yo no veo a nuestros políticos en apuros económicos. Entran con sus ternos gastados y salen relucientes con corbatas italianas mientras un brillante Rolex reemplaza al viejo Citizen. Veo a mis políticos con sus casas con piscina, sus carros alemanes y sus comodidades, hablar de honestidad, de combatir la corrupción y tanta cosa más. Y me pregunto si hemos llegado a tal punto de amoralidad que entre políticos ya no se considera corrupción el recibir un porcentaje del valor del contrato de una obra, o el ser accionista de una empresa constructora que, oh sorpresa, gana todos los contratos públicos, o el utilizar sus influencias políticas a favor de sus empresas y las de sus amigos.
En el país del diez o más por ciento cada obra pública tiene su precio político, sus sobornos, sus favores y todo depende del “cuánto hay”. Los negocios importantes están reservados para los aliados del partido. Los cercanos al poder hacen accionistas a sus amigos políticos y juntos ven sus cuentas llenarse de ceros. El apoyo para la construcción de una obra requiere contratar los servicios de la empresa de tal o cual político. En el país del diez por ciento hemos caído tan bajo que consideramos un buen funcionario a aquel que “aunque robe y tenga sus negociados haga bien las cosas”.
No es sencillo combatir la corrupción del diez por ciento. No es tan descarada como llevarse fundas de fondos de gastos reservados. Se esconde detrás de un manto inofensivo. Si las obras se construyen y la gente está contenta, ¿qué tiene de malo que yo me lleve mi partecita?, dirá nuestro político. Hay otros que no hacen nada y se lo llevan todo, yo en cambio hago bien las cosas, y solo recibo lo que merezco por mi trabajo, continuará nuestro humilde funcionario. Y claro, cuando acudimos a votar, nos vamos por el del diez por ciento que sí trabaja, antes que por el santo que se deja ver la cara.
Los bajos sueldos del sector público siempre son una excusa para la corrupción. Hay quienes justifican las coimas que piden los vigilantes de la Comisión de Tránsito diciendo que necesitan redondearse sus pobres sueldos. Lo mismo dirán nuestros humildes diputados, alcaldes, prefectos y ministros. Nos pagan tan poco que debemos completarnos el sueldo a base de influencias, privilegios y veinte por ciento.
Un reciente artículo de Thomas Friedman en el New York Times comenta cómo en Singapur los altos sueldos que se pagan a los funcionarios públicos permiten tener a las mejores personas en el gobierno. Si bien en nuestro país mucha gente preparada y honesta no está dispuesta a trabajar en el sector público por los malos sueldos, dudo que sueldos competitivos sean la solución para deshacernos de tanta corrupción. Las raíces son más profundas.
Mientras aceptemos con nuestro silencio y nuestro voto la cultura del tanto por ciento, nuestros políticos se seguirán enriqueciendo con total tranquilidad. Y tristemente, cada día más personas dirán que “no tiene nada de malo, si todo el mundo lo hace”.
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