Por Manuel Ignacio Gómez Lecaro
Diario EL UNIVERSO - Guayaquil, Ecuador
He regresado a Guayaquil después de nueve años. ¿Para qué regresaste?, es la primera pregunta que me hacen. Me he encontrado con una gran ciudad, pero también con gente esperando en algún parque renovado el momento para largarse. Toda la regeneración urbana no ha cambiado el pesimismo nacional: que a este país no lo arregla nadie, que todos nuestros políticos son unos pillos, que solo huyendo de esta tierra hay futuro.
Regreso al Guayaquil feo y sucio que viví entre acné y fiestas de quince años. Recuerdo vagamente los rostros de esos hermanos que ocuparon incómodos el Sillón de Olmedo. La recuerdo, borrosa, a Elsa lanzando desde el balcón regalos de burla a su pueblo asfixiado. Desastre, basura, pipones, baches, ratas y rateros. A esta ciudad no la arregla nadie, dijimos entonces sin esperanzas.
Hoy veo a los más jóvenes jugando en la hora de recreo. Para ellos los parques de la ciudad siempre han sido verdes; el Malecón, siempre amplio y moderno; el cerro Santa Ana, un lugar seguro y turístico; el Municipio, un edificio donde la gente sí trabaja. Sus ojos están acostumbrados a ver construir, crecer, mejorar. El Guayaquil sin esperanza está en sus libros de historia, no en sus memorias.
Si Guayaquil hizo lo imposible, ¿por qué no también el país? Si los jóvenes crecimos con el cambio, ¿por qué somos tan pesimistas como nuestros padres y abuelos? Hoy confiamos en nuestro Alcalde, en la ciudad. Pero desconfiamos de nuestros políticos, del país. Otras ciudades también renacen con buenos alcaldes. La gente cree en ellos. El país es otro cuento.
Es como si todo el bien que los partidos y políticos hacen con la mano municipal, lo borraran con el codo nacional. Lo que aquí se construyó con esfuerzo y dedicación desde el Malecón, parecen destruirlo entre insultos y confrontaciones desde las sillas parlamentarias. No hay contagio de lo municipal a lo nacional. Todo lo positivo se queda en lo local.
Razones que lo expliquen aparecen por todos lados. Que el presidente no puede trabajar con la misma libertad que el alcalde, que el Municipio no tiene un Congreso que se le oponga a toda propuesta, que no es lo mismo manejar un presupuesto municipal que un presupuesto estatal. Las razones abundan, pero el hecho es uno solo: Guayaquil la fea, la sucia, la corrupta, la pipona, la que no tenía esperanza, cambió. ¿Podrá el Ecuador?
Hace quince años hablar de un gran Guayaquil era cosa de locos. Hace nueve años cuando me fui de aquí esa locura se acercaba un poco a la cordura. Que en otros quince años el gran Ecuador nos dé la razón a los locos que creemos hoy.
Pero no vale decir que el futuro está en las manos de los jóvenes. Generaciones de jóvenes han tenido el futuro en sus manos y se han hecho viejos, relegándolos una vez más a los nuevos jóvenes. Que los viejos nos faciliten ese futuro con su trabajo y apoyo. Hoy y ahora mismo. Que los jóvenes aceptemos el reto. Que no nos hagamos viejos para encargar el futuro a los jóvenes de mañana.